jueves, 3 de mayo de 2012

LIBERTAD DE EXPRESIÓN

Es sorprendente como hemos perdido la costumbre de opinar, criticar, defender y decir claro la cantidad de cosas extrañas e injustas que nos rodean. Solo pondremos freno a esos comportamientos indignos de personas indignas si ejercitamos la libertad de expresión que de forma legítima nos corresponde. Pues toda actividad profesional que sea ejercicio de una función pública puede y debe ser objeto de crítica. Para ello no hemos de traicionar nuestros principios éticos y morales y hemos de ser valientes y mojarnos.


«Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión». (Artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos)

VER ARTÍCULO COMPLETO EN:
http://www.elheraldodelhenares.es/pag/noticia.php?cual=13288

Os dejo con un artículo que aparece en el diario el mundo del profesor José Antonio Marina: EL SÍNDROME DE INMUNODEFICIENCIA SOCIAL. No os lo perdáis:

El síndrome de inmunodeficiencia está bien descrito en los individuos: un organismo pierde su capacidad de defenderse contra un agente patógeno. Su sistema inmunitario deja de funcionar. Pero creo que no está descrito en su dimensión social. Una sociedad puede también perder esa capacidad, y volverse incapaz de aislar, combatir, neutralizar o expulsar los elementos dañinos. Sus defensas se debilitan, se hace más vulnerable y no reacciona ante el agresor que la ataca. No debemos olvidar que las sociedades tienen también su patología. Por eso, las hay sanas y enfermas. La proliferación de casos delictivos en el mundo político, y en el mundo empresarial, la quiebra de la confianza en las instituciones, la desmoralización -en su doble sentido de falta de energía ética y de abundancia de comportamientos indignos-, son una prueba de que nuestra salud es precaria. No nos escandalizamos ya por nada. Resulta peligrosa la facilidad con que todos nos habituamos a cualquier cosa, sometidos a un lento proceso de intoxicación. «¡Qué difícil es no caer cuando todo cae!», se quejaba Antonio Machado. Es cierto, y conviene dar un toque de alarma general, porque todos somos vulnerables. Las sociedades pueden encanallarse -y hay ejemplos numerosos en la Historia- cuando aceptan como normal lo indecente. Si no estamos apercibimos todos podemos ser colaboracionistas aún sin quererlo.
¿Por qué hemos llegado a este punto? Es fácil detectar varios factores que disminuyen las defensas del organismo social. Tal vez el más demoledor sea la carencia de pensamiento crítico. Parece que estamos encantados de que nos timen. Aplaudimos a los pícaros, los convertimos en un espectáculo, con lo que quitamos mordiente a sus tropelías. Es cierto que la democracia parlamentaria tiene como núcleo esencial el debate, pero se puede debatir sin ningún sentido crítico, y así se hace cuando cada bando se limita a exponer sus posiciones ideológicas dogmáticamente. Los argumentarios de los partidos me parecen penosos porque fomentan la pereza de la inteligencia y el gregarismo sectario. Una especie de pensamiento único de capillita.

Una serie de creencias patógenas disminuye también la capacidad de respuesta. La convicción de que todo desafuero queda impune es una de ellas, reforzada, por supuesto, por la evolución de la crisis económica. Otra, la creencia en la inevitabilidad del fenómeno. En esta convicción coinciden gentes muy distintas. Unos piensan que así es la naturaleza humana, otros que todo es consecuencia del sistema. Ambos grupos se instalan en un pesimismo escéptico que debilita el organismo social. Generan un sistema de excusas: puesto que las cosas son como son y no tienen remedio, ¿para qué esforzarse? Esta impotencia confortable es una muestra del colaboracionismo del que hablaba antes.

Una creencia especialmente insidiosa por su equivocidad es la que mantiene que la tolerancia es la gran virtud de la democracia. Es una afirmación disparatada. ¿Con qué hay que ser tolerante? ¿Con el bien? No, al bien no hay que tolerarlo, hay que aplaudirlo, protegerlo, fomentarlo. ¿Entonces, con el mal? No, al mal no hay que tolerarlo, sino combatirlo. ¿Qué elogiamos, pues, al elogiar al tolerante? El lenguaje nos ha jugado una mala pasada. La intolerancia es mala, pero lo contrario, su antónimo, no es la tolerancia, sino la justicia, y esta nos obliga a ser intolerantes con muchas cosas, por ejemplo, con la corrupción. Además, la tolerancia tiene un preciso significado clínico. Cuando un paciente aumenta su tolerancia a una droga, necesita cada vez dosis más altas para alcanzar el mismo efecto. Así sucede con los comportamiento deshonestos. Para percibirlos, necesitamos que sean cada vez más grandes, más escandalosos. De lo contrario, ni los vemos.

Hay otra creencia, relacionada con la tolerancia, que se manifiesta con frecuencia. Alguien pone cara de dignidad moralista y afirma pomposamente: «Yo no soy quien para juzgar a nadie». ¿Pero qué me dice? Todos tenemos la obligación de juzgar sobre cosas que afectan al bien común, y para ello debemos ponernos en condiciones de juzgar justamente: informarnos, buscar la objetividad, no dejarnos llevar por preferencias emocionales ni por intereses personales o sectarios.

Por último, nuestro sistema inmunitario social queda dañado por el efecto tóxico de la corrupción, que, no olvidemos, es por esencia expansiva. El corrupto corrompe inevitablemente, porque lo necesita para sobrevivir. Se difunde como un virus. Hay corrupción hard y corrupción soft. Aquella es delictiva, ésta es un nutritivo caldo de cultivo, compuesto por abusos, descuidos, absentismos, irresponsabilidad en el uso de los bienes comunes, desprecio de la excelencia.

¿Cuál es la solución? Fortalecer el sistema inmunitario social, sus defensas. Y para eso tenemos fármacos eficaces. El primero, sin duda, el castigo ejemplar. El segundo, fomentar el pensamiento crítico. Criticar no significa atacar, sino separar el polvo de la paja, lo bueno de lo malo, lo estúpido de lo inteligente, lo socialmente aceptable de lo inicuo. El pensamiento crítico exige un esfuerzo de reflexión. En casi todos los países, el partidismo -esencial para la democracia- está provocando problemas a la democracia. Favorece un voto cautivo, que le priva de una de sus funciones: controlar la labor de gobierno. Votar siempre al mismo partido, haga lo que haga, no es una muestra de sensatez política. Decir «estos son unos canallas, pero son nuestros canallas» es una indecencia, lo diga quien lo diga. Las ideologías no son criterios de verdad, sino que deben ellas mismas someterse al pensamiento crítico.
Otro fortalecedor de las defensas es la participación ciudadana. Desde la cumbre de Lisboa, la Unión Europea ha insistido en la necesidad de fomentar la participación política. Esta idea estuvo en el origen de la propuesta europea de la asignatura de Educación para la Ciudadanía, tal como figura en el informe Crick y en el Programa Eurydice, de la Comisión Europea. Se ha producido una separación entre la sociedad política y la sociedad civil que no resulta sensata. La sociedad civil es esencialmente política, porque tiene que vivir en la polis, porque la vertebra un sistema legal, y se concreta en una serie de instituciones. La diferencia se da entre el Estado y la sociedad (que es a la vez política y civil). El Estado es una estructura para ejercer el poder, que emerge de la sociedad y se impone a ella. Y que la sociedad debe controlar.
INSTITUCIONES SUICIDAS

Queda un último punto: la necesidad de defender un marco ético. Lo mejor que se nos ha ocurrido para asegurar el progreso y la convivencia justa es un sistema con cuatro instituciones: democracia, tecnología, racionalidad científica y mercado libre. Pero tenemos que recordar que todas ellas son instituciones suicidas (o incluso asesinas) si no están sometidas a un marco ético. Dejadas a su propia dinámica pueden resultar destructivas para el ser humano. La ciencia no tiene nada que decir sobre ética; la tecnología carece de la noción del bien y del mal; el mercado dejado a su propia dinámica conduce al monopolio y al abuso; y la democracia no puede ser eficaz si no se somete a valores éticos fundamentales como, por otra parte, dice la Constitución española. Los fundadores de la democracia moderna -que no fue la Revolución francesa, sino la americana- sabían que la democracia debe basarse en la virtud de los ciudadanos. La ética es una norma suave y eficiente de coacción social. La intolerancia hacia las conductas inmorales debe ser total, porque rompen la estructura misma de la convivencia. No son un adorno. Herodoto contaba que cuando moría el rey de Persia quedaban en suspenso durante cinco días todas las leyes. Eran cinco días de horror, durante los cuales se cometían todo tipo de tropelías. Se trataba de una pedagogía sanguinaria para enseñar al pueblo lo que supone vivir sin ley.

En este momento vivimos, afortunadamente, en un Estado de Derecho, pero hay que advertir que el Derecho es insuficiente para regular justamente la convivencia. Cuando alguien, ante un comportamiento indecente, grita: «Si tiene algo contra mí presente una querella ante el juez», está confundiendo las cosas. No toda deshonestidad es un delito.

Queda por mencionar el gran antídoto: la repulsa social. El sistema inmunitario orgánico aísla el virus, para que no se expanda. Eso es lo que debe hacer la sociedad. El desprecio social, el aislamiento, el rechazo, son terapias contundentes. Y, en sentido contrario, el respeto, la admiración, el aplauso, la protección a quienes actúan éticamente. La educación es pieza esencial en esta terapia de ataque. Debemos recuperar la confianza en que es posible aplicarla con éxito. Como decía un famoso grafiti: «Hay que dejar el pesimismo para tiempos mejores».

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