Ayer, en los cines de Guadalajara, fui testigo de la sociedad “silente”, inerte y pasiva que hemos creado. Nadie fue capaz de decir a un puñado de adolescentes que dejasen de gritar y molestar durante el pase de una película. Es más cuando, les reprendí y les pedí que dejasen de hacer ruido, de levantarse constantemente, de romper, de ensuciar, de hablar por el móvil, de poner las piernas sobre el asiento delantero de… las personas de la sala, me miraban como si el raro fuera yo.
Ya no es que la sociedad consienta, ya no es que deje hacer, potenciando las malas conductas, educando en el consentimiento, sino que encima te mira como un bicho raro reprobando tu actitud.
Yo no pido un aplauso para aquellos que rompemos con este silencio permisivo, para los que pasamos de las ideas a las acciones, de los pensamientos a las cosas, del miedo a la valentía, de decir y no callar. Tan solo pido, que al menos, no nos arrinconen como cosas raras.
Yo no pido un aplauso para aquellos que rompemos con este silencio permisivo, para los que pasamos de las ideas a las acciones, de los pensamientos a las cosas, del miedo a la valentía, de decir y no callar. Tan solo pido, que al menos, no nos arrinconen como cosas raras.
Nos hemos acostumbrado a vivir en ambientes tan inhóspitos y a condiciones tan extremas que vivimos en una “miseria moral” y una pobreza de valores muy alarmante. La sociedad traga con todo y se adapta a esa forma de vida y lo que es peor hace de ello la normalidad. ¡Eso son tragaderas, si señor¡
A la salida del cine les pedí a los responsables de las salas y a la seguridad del centro comercial que pusieran fin a estas actitudes de los jóvenes, que regañasen, que fueran severos, que no dejasen hacer, que fueran rápidos en sus decisiones para no perder eficacia. La respuesta es que esto es lo normal y habitual de todos los días y que lo hacen con cierta asiduidad.
Educar, consentir, tener paciencia, hemos confundido estos términos. Hay que dejar de dejar hacer.
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